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EL NACIMIENTO DE UNA ESTRELLA
Ciencia y naturaleza andan de la mano desde los primeros tiempos,
lo sabia Pitágoras, también Hipócrates y por supuestos los primeros taumaturgos
y alquimistas. La naturaleza nos muestra el camino y la ciencia va detrás, muy
despistada, tratando de explicar racionalmente todo cuanto acontece, aunque, a
veces, no seamos capaces de imaginar las fuerzas que se están manifestando ante
nuestros ojos. No obstante, a nuestra humanidad, le viene muy bien las
explicaciones científicas que descubren
a la razón lo que ya estaba presente ahí, desde siempre, sin necesidad de
ninguna fórmula o reflexión.
A veces para experimentar la
autentica maravilla de la naturaleza sólo tenemos que dejarnos llevar por su
flujo, sin interferir con nuestros juicios y razones, sin imponer criterios
culturales que, en ocasiones, tan sólo
entorpecen el fluir de lo auténtico y extraordinario que hace realidad este
Universo.
En esa línea, una pareja trata de
sumergirse en la corriente de la vida para acompañar a su hijo en su alumbramiento
a este mundo.
Antes hubieron otras benditas
experiencias que los prepararon para asistir, a este evento, más desnudos de
prejuicios y programaciones, sólo presentes y apoyando ese flujo natural, ese
Tao que dirían los orientales, que lleva implícito un sentido, un camino, un
ciclo que respetar para nuestro beneficio y el de la comunidad de seres vivos
que llamamos Tierra, en la antigüedad helénica Gaia, la sagrada y divina Madre Tierra.
Durante el proceso de
gestación, durante las primeras semanas,
iniciaron un proceso de vinculación con esa criatura, ya presente en el seno de
su madre, a través de una disciplina extraña, preciosa y poco conocida, la
haptonomía, que les permitió tomar contacto con su hijo desde el primer
momento, jugar con él y establecer una
sutil comunicación que fue facilitando el proceso natural.
Todos los días, como pareja, contactaron con su bebe y
entabla un divino juego de caricias y susurros, poesía en movimiento preñada de
anhelos y sentimientos.
Llegó el esperado día y los
encontró en la situación más favorable, ni hecho a cosa hecha. Las primeras
contracciones que anunciaban el parto se
precipitaron, sin pedir permiso, en
plena naturaleza, rodeados de buenos amigos, el murmullo del río, el tintineo de las hojas mecidas por el
viento, el cielo estrellado, la luna llena, un paseo tranquilo, el olor a
tierra fértil, el canto de los pájaros, etc.… Toda una serie de sensaciones
suaves y tranquilas, perfumadas de genuina autenticidad. Buscaron, sin apenas
preparación, un espacio seguro: el salón de su casa. Llamaron a un reducido
equipo de apoyo que se prodigo en su presencia furtiva, ausente pero siempre
atenta, manteniendo ese ambiente de privacidad intima necesaria. Buscaron esas condiciones optimas que se han observado en otros mamíferos y en
otros humanos todavía muy próximos a la
tierra: la penumbra, la tibieza, el silencio, la seguridad, las caricias,
dejando que esas capas mamíferas y reptilianas de nuestro cerebro trabajaran
libremente sin el control de la mente racional, que se fueran presentando esas
preciadas hormonas facilitadoras, joyas químicas de nuestro tesoro evolutivo.
Esas endorfinas que hacen que el concepto de parto sin dolor tome otra
dimensión y sea más bien un parto con placer, un parto orgásmico. Esa oxitocina
que encandiló de enamoramiento y vínculo a esa madre parturienta, que se
prendió de ellos, pareja de amantes parturientos que asistieron expectantes al
milagro de la vida, a la magia ancestral de su propia creatividad. Todas estas
tímidas hormonas se presentaron porque se respeto el flujo del proceso y eso
hizo posible una experiencia casi religiosa, a la vez que sexual, de amor, que
como resultado dio el nacimiento de una estrella. El bebé hizo su duro trabajo, reptando por el canal
del parto, coronando el círculo de fuego y sacando su cabecita, por primera
vez, a un nuevo mundo de sensaciones, al
aire cargado de amor de su hogar familiar. Se respetaron los ritmos, se dejó al
cordón umbilical latir hasta el final, se le permitió al niño llegar al pecho
de su madre, piel con piel, su primera experiencia de contacto. Libó de los
pechos de su madre el rico calostro y así, sucio de fluidos y grasa, yació
junto con su madre, sin pruebas médicas ni pinchazos, siempre en contacto con
mamá y, también, un poquito con papá.
El padre tuvo el papel crucial de
darle a su esposa todo cuanto precisaba,
mimarla, espantar con decisión, cuando aparecían, todos los fantasmas
amenazantes, ser un pilar protector, de servicio y apoyo incondicional al flujo
natural, apartando cualquier factor que pusieran en riesgo el parto. Desde
luego nada de hacer fotos, ni de cámaras,
ni de otras distracciones tan propias de la masculinidad, cuando se
trata de estar presente esas cosas sobran.
Y fue posible, nació una estrella. Sin
epidural, sin episiotomía, sin oxitocina sintética, sin quirófano, nada de
nada, en el salón de su casa, en la intimidad, rodeado de mucho respeto y amor.
Y esa experiencia la llevará
siempre con él, fueron sus primeros
pasos en el aprendizaje de amar.